Ya fuera de la habitación, Enrique, aún estremecido con la crudeza del espectáculo, intentó calmarse. A pesar de que la profesión curte, uno nunca se acostumbra a según qué cosas. Pero también es cierto que la experiencia ayuda, y bastaron dos minutos y la puerta cerrada de un cuarto, para que el drama que encerraba la fría habitación de hospital quedase en un segundo plano. El doctor, nuevamente insensible, respiró aliviado y empezó a recomponer en su cabeza los elementos del puzzle que se estaba gestando a su alrededor desde que Laura volvió a aparecer en su vida.
Enrique tenía claro que Carlos se había vuelto loco, no era para menos. Suponía que Laura, si no le había mentido, se había limitado a adelantarse al anuncio de una evidencia que él no se había atrevido a confesar. Imaginaba también que, practica habitual en ella, se habría justificado explicándole al pobre accidentado una dolorosa obviedad, que la desgracia que le había jodido la vida de forma irreversible era simple fruto del azar. Lo que espoleaba su curiosidad era el gesto altivo y satisfecho de esa mala mujer cuando abandonó la habitación. La mirada casi imperceptible que le dedicó en su salida fue, cuanto menos, enigmática. Los años de convivencia con una mujer retorcida cuya mayor satisfacción en los últimos años de relación había sido el insano ejercicio de poner cualquier situación en su contra, le habían puesto en guardia. ¿ocurrió algo más en esa habitación? ¿acaso le había dicho algo a ese infeliz que le pudiese perjudicar a él? ¿quizás por eso el pobre ex-pintor había rechazado su solicita ayuda con tanta violencia, excesiva incluso para un loco en estado de shock? Lamentando no haber cogido ese vuelo fantasma que le alejase de sus pesadillas, corrió en busca de Laura con la intención de disipar sus dudas.
Salió del ascensor del garaje corriendo, sofocado, mirando nervioso a su alrededor, oteando entre tanto coche en busca de algo reconocible. Tras doblar una columna tuvo el tiempo justo de ver la trasera del coche de Laura subiendo por la rampa de salida. La línea de la planta superior se tragó abruptamente el BMW que él le comprara años antes, el único regalo que ella, mujer más práctica que orgullosa, conservaba aún. Quizás era una sensación, porque todo ocurría tan deprisa que uno no se para a analizar esos pálpitos, pero tuvo la impresión de que el coche iba demasiado rápido, como muy decidido. No podía permitir que la persecución acabará en el oscuro garaje, y con la misma insensata rapidez con que se estaba desarrollando todo, siguió corriendo hacia su propio coche aparcado en esa misma planta. Mientras lo arrancaba deseó que el avispado guardia del parking fuese fiel a su habitual inoperancia y frenase la carrera del coche sospechoso.
Esta vez Murphy benevolente no aplicó su ley implacable, y el renuente operario aplicó la dosis de torpeza suficiente para que Enrique viese desaparecer el deportivo negro por la primera calle a la derecha. Él no era policía, y además nunca había seguido a escondidas a su mujer, ni siquiera en los duros días en que las sospechas le tenían consumido, pero no parecía difícil mantener una distancia prudencial y acelerar de vez en cuando hasta el siguiente cruce, o el próximo semáforo en rojo. Él, ávido consumidor de películas policiacas, se vio en el papel del típico inspector, y esa imagen le hizo sonreír Ya puedes correr, que no escaparás dijo en voz alta con un tono cómicamente interesante. El recorrido no resultaba excesivamente complicado, y el tráfico era fluido. Aún así la persecución requería concentración y eso no permitió a Enrique asociar el paseo con una ruta identificable que le ayudase a relajar la guardia. Así que cuando vio cómo Laura aparcaba elegantemente en un hueco a la medida del elegante vehículo, tardó unos segundos en darse cuenta de hacia donde le estaban llevando sus últimas decisiones. Frunció el ceño disgustado. ¡Mierda!.
Se está creando una novela desde el colectivo Boina.
Esta iniciativa nace desde dentro de las dos cabezas del colectivo (los infames retratados en la cabecera).
Dicha novela ya está en el fin (casi) de su primera vuelta. Es decir, todas las personas que quisieron participar han aportado su primera entrega. La idea es hacer una segunda vuelta y que la persona que la inició la finalice (es decir, yo, pepeltenso).
Ahí va esta primera entrega y a partir de ahora estad atentos y atentas porque se irán publicando aquí las nuevas aportaciones.
Espero que os guste el resultado del experimento que, por otra parte, resulta bastante divertido.
cada parte está identificada por el nick de su autor entre paréntesis.
NOVELA COLECTIVA (PRIMERA PARTE).
(PEPELTENSO)
Blanco.
Es el color con el que diariamente se enfrenta Carlos al despertarse. Siempre el mismo color. Siempre el mismo despertar. Siempre la misma postura al abrir los ojos.
El blanco del techo surcado por un montón de líneas grises que reclaman una nueva capa de pintura para silenciar sus voces.
Marrón.
El café con leche que hace que su cuerpo entre en funcionamiento. Caliente y cargado. Con poca leche. La suficiente para que se suavice el tono.
Azul.
La pasta con la que se limpia los dientes.
El color del cielo en el día de hoy.
Gris.
La calle por la que camina para dirigirse al trabajo. Todas las tonalidades posibles se dan cita en las calles de su ciudad. Pasan del casi negro a los tonos más claros.
Tristes calles que contrastan con el colorido del cielo.
Mirar arriba anima a Carlos. El cielo está hoy de su color favorito y hace que su estado de ánimo se cambie con solo mirarlo.
Mirar abajo no supone una depresión, es simplemente el color de la monotonía que no aburre, simplemente está allí, omnipresente e irremediable.
Rojo.
El color de la cara del borracho que pide unas monedas tirado en la puerta del metro.
Carlos siempre repasa el fondo de sus bolsillos en busca de las monedas de menos valor que anden sueltas, las que por su peso y tamaño al final siempre resultan difíciles de agarrar escapándose entre los dedos.
El borracho siempre canturrea la misma canción. Pertenece a un viejo musical y fue muy popular en los años 50. En realidad no la canta entera, solo el estribillo y lo repite constantemente. Dependiendo del grado de embriaguez que soporte, su voz suena más grave o más aguda. A veces es tan solo un murmullo del que no se distinguen palabras, pero siempre la misma melodía.
Carlos se para normalmente unos segundos cuando tira las monedas en la boina que tiene tirada en el suelo. Para observarlo. Oírle. Le intriga que siempre sea la misma canción. ¿Por qué nunca cambia?. Él conoce bien la canción, su madre la tarareaba siempre mientras desayunaba antes de ir al colegio. La canción son galletas y cacao. Colonia barata que inundaba la casa después de las duchas de la familia.
- ¡Eh!. ¿Por qué siempre cantas la misma canción?. ¿Es un mal recuerdo? pregunta Carlos.
Hoy el color del cielo le ha cambiado el estado de ánimo y se ha decidido a intentar hablar con él. Hoy se le entiende algo de lo que dice, por lo que Carlos intuye que no está tan borracho como otras veces.
El borracho levanta la vista y ve a Carlos parado frente a él embutido en un abrigo. Ha parado de cantar.
-¡SI NO TE GUSTA PASA DE LARGO!, pues no te jode. Pa dos putas monedas que echa el tontolculo encima quiere elegir tema. ¡Vete ya!... Déjame en paz..
(SUSANA ANGLES)
Pero Carlos no contesta. Mira al cantante y se siente invadido por una tristeza que le eriza los pelillos, casi imperceptibles, que recorren el raquis hasta la cabeza. Con la mano derecha simula varios movimientos de calma y, con sus negros ojos, acaricia la intoxicada , y alcoholizada, mirada del cantante que ya confunde un invisible micrófono por el cuello de la botella. Vino negro, color granate, del que teñía para siempre las camisas...unas gotas le salpican la barba blanquecina e incipiente de Pepe El Tuerto . Ganó un festival, ya en años perdidos, de cante flamenco, pero desde que perdió sus ganancias en las tragaperras y desde que lo despojaran de toda honra sus secretarios, portavoces, cuidadores de imagen ...que no levantaba cabeza, se sumió en sus propias vergüenzas.
Carlos, lo sabía, así que se sumergió entre las prisas de las gentes que estaban en la hora de entrada a los respectivos trabajos, pasó, atravesando dando saltos esquivando charcos la vía repleta de coches, gritos y nervios.
Verde era el color en el que, ahora, se adentraba Carlos. El verde de un paseo de moreras, algún chopo y mucho césped. Parejas sentadas y tumbadas, buscando los primeros , e incipientes, rayos de sol. Su mundo aquella semana. Llevaba todo su material: colores, ceras, papeles especiales, tabla para trabajar. , taburete plegable de una tienda de productos de segunda mano del ejército. También llevaba su cámara, disfrutaba tanto dibujando, como pintando, pero en sus trabajos nunca desaprovechaba el arte fotográfico, así que Carlos parecía,¡¡¡no!!! Era, un captador de imágenes. Tenía verdaderos problemas de concentración en todo lo que no era imagen, en todo lo que no le llegaba por los ojos... El blanco de la pared, el azul de la pasta de dientes, el marrón del café con leche, el rojo....todo colores. Estímulos para poder vivir, así era Carlos.
Unas gotas, llovizna de otoño, le salpicaron la trama de un papel especial de color aguamarina. Tapó con otra tabla el dibujo, absorbiendo con minuciosidad unas gotas entre sus primeros trazos con una servilleta de papel. Se levantó, dejó con una tranquilidad, casi pasmosa, los instrumentos sobre la silla plegable y se puso un inmenso chubasquero que le permitía convertirse en un champiñón gigante en medio del paseo.
Las primeras gentes pasaban y se detenían a ver las maniobras de Carlos, Carlos sólo los notaba porqué eran una clara pantalla entre las luces del día y el paisaje, pero no los oía y nunca se giró a verles. No les percibía y tan sólo hablaba si alguien se anteponía entre él y su imagen.
Carecía de voz para gritar, las pocas energías viajaban desde la percepción a la plasmación, cuando los niños que salían del colegio le posaban sin permiso ni petición, tampoco gustaba de las persona que se empeñaban en preguntarle, o en decirle, que lo único que hacía allí era molestar. Carlos se concentraba en emitir su orgullo por medio de la mirada. Un señor paró en seco un discurso cuando al parecer confundió a Carlos, embutido en su chubasquero, con un vagabundo y le animaba a dejar el escenario natural. Sólo levantó los ojos, negros hacia la figura lánguida del señor, que se detuvo, bajando sus ojos...
Soportaba mejor las épocas de suave lluvia que los episodios de furia con esos vientos que zumbaban desde el mar y hacia la sierra .Mar y montaña ,pocas veces se cruzaban con tanta simetría cómo aquí.
(Luigi Emmanuelle Berre)
Imágenes, tan solo imágenes, color tan solo color. Una vida dedicada al color, un arcoiris continuo, calma verde, calma azul.
Un ciclista recorre el paseo , realiza cabriolas para impresionar al gentío, que se agolpa para ver las evoluciones del malabarista de las dos ruedas.
Un salto, un fallo de cálculo, pinturas, tablas, caballetes fusionados en una mezcolanza entrópica. El rojo de la sangre y el oleo bermellón tiñen el gris pavimento. Una insistente sirena de ambulancia, gritos,
¡ Hagan algo rápido, el golpe ha sido tremendo ¡
.
Una nube ocupa el cerebro de Carlos, presiona su cráneo, como si de material sólido se tratase, provocándole un agudo dolor. Oye gritos en la lejanía, gritos sin nombre y sin texto, su conciencia sufre vaivenes, entre la vigilia y el sueño, como en un duermevela sin control.
Imágenes difusas pueblan su mente, sueños blancos, verdes, amarillos, azules, tapices sin textura definida, tan solo color, el dolor disminuye, el dolor se va
..
Una desagradable voz se abre paso desde el limbo, una voz áspera, carnal, desprovista de calidez
- puede oirme?. Carlos, aún embotado comienza a adquirir consciencia, los engranajes de sus sentidos comienzan a girar torpemente.
- ¿ Donde estoy, qué me ha ocurrido ?.
- Tranquilo, lo peor ha pasado, hemos temido por su vida.
- Mi vida?, pero
que ha ocurrido?
- Un ciclista le golpeó en el parque. Su cabeza se llevó un golpe terrible.
- Qué tengo en los ojos, no puedo ver.
- Tranquilo es solo un vendaje. Su nervio óptico sufrió la contusión, pero no tema por su vista, está a salvo, es solo una precaución, mañana se la quitaremos.
La voz ha adquirido sentimiento, no es tan fría como pareciese al principio, destila simpatía, pero también preocupación.
- Estará con nosotros unos días en observación, el golpe fué fuerte, hemos de descartar complicaciones
Percepción blanca, sólo el blanco, a través del cual asoma el destello de un sol fluorescente.
La presión ha vuelto, y con ella el dolor de cabeza. Un comprimido, un vaso de agua y el sueño reparador que vuelve a otorgar la posibilidad de un mundo de color, un mundo pleno de tonalidades, un mundo vago, etéreo pero al fin y al cabo coloreado.
Son las 8 de la mañana, Carlos Despierta confundido, aún no tiene muy claro lo que ha acontecido en las últimas horas. Abre los ojos lentamente, pero el brillo eléctrico tamizado por la tela blanca es su única visión. Recuerda las palabras del médico - mañana retiraremos el vendaje , y piensa reconfortado que esta claustrofobia visual tiene sus horas contadas.
(Samuel)
Mientras, su médico, ése que tanto lo había reconfortado con su afable explicación, no estaba tan convencido de que sería así. Al volante de su flamante Jaguar se dirigía a casa pensando aún en la difícil situación de ese nuevo paciente. Carlos. Así se llamaba. No quería recordar su nombre pero no podía olvidarlo.
Otro paciente. Otro problema. Otra vida que dependía de él y de la que no podía, no quería responder. Odiaba esa responsabilidad. No la aceptaba. Jamás había deseado que la esperanza de alguien dependiese de su trabajo, su actitud, su vocación. Vocación. Nunca la había sentido. Nunca había considerado que la medicina fuese la mejor forma en la que aportar algo a la humanidad. De hecho, hacía ya mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que la única verdadera razón por la que había estudiado esa carrera era porque sus padres así lo deseaban.
Y ahora, ese chico, Carlos, dependía de él. Y sabía que poco, quizás nada, podía hacer para curarlo. Ese golpe en la cabeza sería, casi con toda seguridad, la causa de una ceguera irreversible, quizá incluso de su muerte.
Estos eran sus pensamientos mientras aparcaba el coche en el garaje, tomaba el ascensor privado y accedía a su lujoso ático. Al abrir la puerta, una ligera sensación de pánico lo invadió. Las luces estaban encendidas. Eso sólo podía significar que Laura había vuelto. Era lo que había estado temiendo desde que, seis meses atrás, ella lo abandonó.
Entró en el salón. La vio. Sintió una punzada en el estómago y sus piernas flaquearon, pero mantuvo su mirada. Ella se levantó sin decir nada y se dirigió hacia él con los brazos abiertos y una expresión suplicante en el rostro.
-Puta- le dijo -¿a qué vienes? ¿ya te ha dejado ese chulo de mierda?
Con un rápido movimiento esquivó el abrazo de Laura y salió del salón en dirección al dormitorio. Abrió el armario, metió algunas cosas en una ligera bolsa de viaje y, sin hacer caso de la lastimera voz que llegaba a sus oídos, salió de la habitación dando un portazo.
Abandonó el garaje sin saber dónde ir. Condujo sin rumbo durante varias horas repitiéndose una y otra vez que no la perdonaría. Que quizá la hubiera perdonado si ella hubiese vuelto sólo unos días después de su huida. Pero no ahora. No después de tanto tiempo.
De repente supo lo que iba a hacer. Eso que tantas veces había soñado pero nunca se había atrevido. Puso rumbo al aeropuerto. Dejó el coche en el aparcamiento y se dirigió a la terminal internacional. Por fin lo haría. Llegaría a cualquier mostrador de cualquier compañía y pediría un billete, el más inmediato, para cualquier parte.
(Ginés)
Ya estaba hecho.Mientras saboreaba un café esperando la salida de su vuelo,decició ir a la página de Cultura del periódico que tenía entre sus manos.Allí se encontró con una breve reseña:'El pintor Carlos Cifuentes sufre un accidente con graves lesiones oculares.El jefe de Oftalmotología ,Doctor Enrique Pérez....'
Enrique Pérez. No veía su nombre escrito en un periódico desde su boda con Laura. Ella era hija de un rico terrateniente, nacido en Azpeitia y que había hecho fortuna en México, como tantos otros emigrantes españoles. Era la encargada de que la donación anual hecha por su padre al hospital fuera bien gastada. Aun no sabía como había podido casarse con ella. Bueno, sí lo sabía: era guapa, su padre era rico y, qué coño, en la cama era un volcán. El destino había querido que el vuelo que iba a coger tuviera como destino París, el primer lugar al que viajaron juntos.
Casi instintivamente giró la cabeza hacia la izquierda y le pareció ver un rostro conocido en la portada de la revista que estaba leyendo la señora de la mesa de al lado. Volvió a mirar y, !sí, efectivamente era Laura. En ese momento la señora se levantó y se fue.
Enrique se quedó luchando contra la curiosidad de saber porqué aparecía Laura en portada de una revista rosa y la firme determinación que había adoptado horas antes de romper para siempre con esa parte de su vida.
Caminaba nervioso rumbo hacia la puerta de embarque. Se preguntaba porqué le afectaba tanto todavía el tema de Laura. Ya hacía meses que se había largado con otro hombre, otro niño pijo, otro amante joven, uno más en su larga lista. Sólo que esta vez se había largado con él. Mientras intentaba conocerse un poco más a sí mismo, descubrir el origen de tanta excitación, su sentido visual seguía funcionando. Y siempre le mandaba la misma señal que interrumpía sus pensamientos: estás viendo una revista y tu querida Laura está muy guapa. Finalmente decidió que no debía oponerse más y compró un ejemplar de la revista.
'El posible embarazo de Laura Eizaguirre'. ¿Qué? ¿Cómo?. No podía ser verdad. Desde luego la foto correspondía a Laura saliendo la 'La Santísima Trinidad', una clínica exclusiva dedicada a temas de Ginecología. Tiró la revista inmediatamente. No quería ver el reportaje del interior. Ya conocía esas revistas rosas: mentiras, rumores, testigos que afirman... De cualquier forma, ya había tomado una decisión y nada de lo que lo leyera le haría cambiar de opinión.
Se sentó en una silla de la sala de embarque a esperar, mirando el monitor donde iban anunciando la salida de los vuelos. Con fastidio observó que su vuelo se había retrasado media hora. No pasa nada. Aprovecharía para ir al Duty Free y comprar esa colonia que tanto le gustaba a Laura. Inmiscuido de nuevo en descifrar el porqué de su comportamiento, su sentido visual le volvía a mandar otro mensaje: mira esa cabina; coge el teléfono y llámala. Tampoco se opuso esta vez. Cogió el teléfono y marcó el número de su casa, donde pocas horas antes la había dejado, pero antes de que nadie contestara, colgó. Sería mejor llamar a Eduardo, un ginecólogo venezolano compañero de carrera que trabajaba en 'La Santísima trinidad'.
Sacó su agenda electrónica y buscó el número de móvil de Eduardo. Ya está:626310135.Marcó el número.
Eduardo Mendoza. Dígame
Buenos días Eduardo. Soy Enrique...
(CRAMER)
La conversación fue escueta, ya no cabía duda Laura la había cagado y esta vez hasta el fondo. La sensación de nostalgia dio paso a un sentimiento de rabia, él sería el próximo cornudo del mes, pero no estaba dispuesto a lucir el rol gratuitamente, en esta ocasión no
Volvió a toda velocidad a casa, dejó el coche en la calle, carecía de templanza para encajar el jodido coche en el garaje y subió aprisa en la mierda del ascensor privado que no reflejaba más que un rostro acalorado victima de las burlas del país
Al abrir la puerta encontró a una Laura diferente, tomándose una copa charlaba entre risas en el mirador del salón, no lo soportó más ¿Dónde estaba la pobre laura de hacía un par de horas? Se acercó sigiloso por la espalda, la arrancó el inalámbrico y lo arrojó al vacío, Laura sorprendida trató de simular aflicción resultando un subproducto de folletín televisivo, esto causó un efecto negativo en Enrique de un bofetón la sentó en la cama y la tomó.
Un sentimiento de malestar le recorrió la nuca y se curó pensando en todos los años de sumisión y martirio. La subió la falda, la arrancó el tanga y aunque Laura parecía querer resistirse su cono rasurado hablaba por si mismo, jamás la conoció tan mojada y no pudo evitar introducirla los dedos como si quisiese borrar los rastros de otros hombres. Con un estallido de testosterona y una tremenda erección subió sobre Laura y la penetro como si penetrara mentalmente a todos los cabrones que sentirían compasión de él, le gustaría sodomizarlos pero ahora solo tenía a Laura
Entró y salió, una y otra vez, la irritación y el frenesí se mezclaban y le impedían correrse, estaba tan dolido que a ratos creía que estallaría por los ojos y no por donde esperaba
Pero su mente enferma decidió castigar su arrebato y dando una vuelta de rosca le obligó a mirar, a mirarla paró y condujo su mirada desde el pelo, pasando por la frente hasta los ojos de Laura, ¡Estaba tranquila!, ¡Burlona!, ¡Satisfecha! ¡La muy hija de perra se estaba carcajeando silenciosa de la ira de Enrique! Como si leyese su vida en una revista en la peluquería. En ese momento rompió una lagrima caliente, sola y corrosiva en su cara, quiso hacerla daño pero ante todo no quería verla el rostro, se levantó, la cogió del pelo y la observó por ultima vez antes hundirla el rostro entre las piernas
Era tan corto el sexo con la boca de Laura su garganta relajada y sus labios experimentados, fue rápido pero diferente, esta vez no se apartó al final.
(GATA)
¿Qué querrá esta vez? pensó Enrique apartándose de Laura no sin antes experimentar una mezcla de pena y de morbosa curiosidad: ¿Por qué en esta ocasión Laura había ido a pedirle ayuda a él? Ella tan lejana y tan autosuficiente, ella, la hija perfecta de papi, al que acudía siempre en todas las ocasiones cuando algo le salía mal, cuando la frustración se apoderaba de ella y sus miles de artimañas no conseguían sus propósitos, incluso aquella vez, aquella noche que Enrique no pudo satisfacer esas peticiones tan extrañas, tan desconcertantes para él en la cama
Laura.
Se sentó y alargó la mano acariciando su largo cabello que descansaba en el reposabrazos del sillón, como a un perrito al que le demuestras cariño, con un movimiento mecánico, sin sentido y sin tener que pedírselo, Laura empezó a contar su historia y Enrique sin querer tuvo que escucharla.
Ella estaba aburrida, eso lo sabían los dos, aburrida de que noche tras noche, solo existiera la vida de otras personas en sus conversaciones, personas que ella no conocía y que no le importaban, de que sonase el móvil y de que Enrique tuviese que irse sin cenar, sin besarla y sin tener que dar ya explicaciones porque ya no importaba.
También estaba aburrida de niños perfectos, amantes con ideas nuevas que aburrían al escucharlas por segunda vez, cabezas vacías llenas de promesas que el dinero solo sabe hacer, seres aburridos sin experiencia, cuando un día, de repente, apareció él.
Estaba paseando por su parque favorito, aquel en el que no era necesario aparentar nada, que la dejaba respirar en paz, donde la gente sonreía, donde no importaba quien eres y al ir a sentarse en un banco para leer aquel libro releído ya por tercera vez escuchó: Perdona, ¿me podrías sujetar la bici? Veras se me ha roto la pata de cabra y ..
La pata de cabra, te imaginas Enrique, se le había roto la pata de cabra (se rió como nunca la había escuchado hacerlo). Yo me imaginé que tenía una prótesis o algo así, y la verdad no me apetecía mucho ayudar a un impedido, ya sabes que esas cosas me repelen, pero cuando le miré en los ojos descubrí algo que nunca había visto, tesoro, vi en ellos vida, y me encantó
A partir de ese día aprendí todo lo relativo a las bicis, incluso me compré una, sí, ya veo que ni siquiera te distes cuenta, por aquella época tenías uno de tus casos imposibles, pero para mí fueron unos tiempos estupendos. Yo observaba como volaba con su bici y como los ojitos de los niños al mirarle brillaban . Jesus no tenía dinero, pero tenía tiempo, y ya sabes que el tiempo es vida y la vida reside en el corazón y corazón precisamente le sobra.
Luego pasaron los días y los meses, y un día gris Jesus volvió diferente, había tenido un accidente con alguien en nuestro parque, una especie de artista, no se, y aquella experiencia le cambió. Se siente culpable, ya no sonríe, no come, no me mira Enrique, esa persona es Carlos Cifuentes, un paciente tuyo, lo he leído en los periódicos. He venido para que me permitas verle y explicarle Por favor, Enrique.
(Juvenal)
Carlos trató en vano de luchar contra el sopor que le invadía en aquella habitación que imaginaba de fríos colores y ecléctica decoración. Recordaba los innumerables castigos con que el padre Ignacio le obsequiaba tras sus conquistas de la luz sobre el yeso gris de las paredes del colegio:
- Ya está tapado el desconchón, padre.
Y se escabullía rápidamente entre las hopalandas de su mentor. Victoria inútil, fugaz, seguida siempre de nuevas reprimendas y doscientas veces no volveré a pintar en las paredes.
Al padre Ignacio siempre le habían parecido incomprensibles los trazos que Carlos dibujaba, manchas sobre un agotado cuaderno, cuando no utilizaba la pared como muestrario de su artística displicencia. Sólo cuando su apreciada amiga Ana Lordó se interesó por el autor de esos garabatos cambió su parecer y cesaron los castigos. Al fin y al cabo tampoco creía que debiera oponerse al criterio de la galerista.
El hallazgo fue mutuo. Ana descubrió en aquel inquieto renacuajo una aspiradora de ideas plásticas que, rápidamente, sintetizaba y reconvertía en mundos inauditos, historias que hablaban de luz y sombras sobre el lienzo. Carlos quedó impresionado del color veneciano, de las figuras metamórficas de Magritte, de los rostros comestibles de Arcimboldo. La colección de láminas y cuadros de Ana le pareció siempre inagotable. Como la paciencia de su madre cuando se escapaba a la galería de la vende-cuadros.
Así llamó siempre su madre a Ana, incluso después de perdida la batalla por hacer de Carlos un buen médico,
Esa mujer sólo sabe meterte pájaros en la cabeza, crees que puedes vivir sólo pintando, Carlos... Carlos...
Su nombre resonaba a lo lejos.
- Carlos, soy Enrique. Alguien quiere hablar con usted.
(Luisil)
Como quien sale precipitadamente de la tibieza de una ablución de penumbras y ruidos acuáticos, de la obnubilación de vapores y el onírico sosiego de los baños turcos,
como quien sale de la ducha cálida e hipnótica y se encuentra desnudo, mojado, muerto de frío,
Carlos se enfrenta al excesivo y violento mundo, exterior, hiriente, cegador,
., cegador. - Carlos, me escucha, Carlos
- Enrique, en parte confundido por la estúpida y querúbica labor de cupido, representando unos intereses que no hacen más que sosegar su ansia, como la dosis de heroína sosiega la muerte del espíritu de esas carcasas de hombre, y en parte confundido por no saber decir, desde su gran ciencia médica, si su paciente duerme, vendados los ojos. - Carlos,
me escucha, quiero presentarle a alguien,
- Abotargado, y con una sensación de deslumbramiento oscuro en el rostro, casi realmente sin saberse despierto, muerto de frío, Carlos alza un poco la cabeza y como un halcón de cetrería de caperuza blanca gira el rostro hacia la voz. Si, quién es, quién me llama
- Consciente de su desorientación, Enrique urde de nuevo su panoplia tranquilizadora y facsímile de manuales de tratamiento a pacientes postraumáticos. Soy su médico, se encuentra hospitalizado desde ayer, sufrió un accidente mientras se encontraba en la vía pública- Continuo y constante siguió ejerciendo de facultativo mientras Carlos escondía sus carantoñas de incredulidad y dolor bajo los vendajes, cada vez más despierto al horror de la vulnerabilidad, del miedo a la dependencia, del pánico a no ver, su única herramienta de auténtica posesión y conocimiento. Angustiado lanzó un leve quejido, leve, pero evidentemente audible, paralizador. Enrique, desde una misericordia inesperadamente nacida de su hastío profesional paró en seco y preguntó. Carlos, ¿siente dolor?- casi con la motivación de un niño incapaz y harto de cuidar un pollo pintado de color, que desea encarecidamente acallar, silenciar, matar solidariamente por sentirse incapaz de asumir su cuidado
- Si, recuerdo,
, no,
, no siento dolor alguno,
, ¡por favor, no quiero más sedantes
!- Carlos, aguarda un instante ante el silencio creado y consciente del poder inverosímil de su voz en su entorno invisible, ahora imaginado. Carlos continúa. Si doctor, ¿cuándo dijo que me retiraría el vendaje?- Enrique, envestido de nuevo de autoridad y mentiras, responde perdiendo la poca humanidad que le queda hoy, de su pírrica cartilla de racionamiento. Posiblemente en el turno de la noche,
- mala respuesta para un persona que no percibe la luz, pensó, - dentro de seis horas,
- corrigió y continuó con su extraña dosis de sosiego. Como le decía he de presentarle a alguien - volviéndose hacia Laura, y haciendo un pase con las dos manos, como si fuera visto. Es la Señora Laura Eizaguirre,
, tiene algo importante que contarle- y como un niño avergonzado, que enviado por sus compañeros a robar una golosina del mostrador de la confitería sale corriendo, termina: - Les aguardo fuera
.- sin mirar atrás, sin mediar más palabras, Enrique se precipita hacia la puerta y suspirando se apoya con la espalda en la pared, respirando profundamente una vez la puerta de la habitación se ha cerrado.
Han pasado unos minutos, el poco personal sanitario que pasa por su lado le mira de forma extraña, los pocos pacientes que recorren el pasillo le miran de forma extraña, un niño de la mano de un hombre anciano le mira de forma extraña,
- ¡Coño!- exclama Enrique, -¡Mierda!, estoy fumando
- mientras estruja furtivamente el cigarrillo con los dedos, quemándose, la puerta de la habitación se abre y Laura sale sin decir nada y caminando airosa, alejándose. Enrique, empuja la puerta y se asoma al interior, Carlos está sentado sobre la cama, inmóvil, tranquilo y sonríe, sonríe, mudando cada vez más hacia la carcajada sostenida,
, de pronto Carlos rompe su silencio con la estridencia de una carcajada. ¡Jui, juiii, ja, juaaaa, ja, juaaaa
.!-
(Guso)
Era un sonido absurdo, chirriante, difícilmente reconocible como humano. Enrique sintió que se le erizaba todo el vello del cuerpo, de pura incomprensión. Dudando entre avisar a psiquiatría o intentar manejar una situación que se le escapaba de las manos, decidió acercarse y ejercer su deprimente profesión.
- No se acerque, no me toque!- gritó Carlos, desechando la carcajada y adquiriendo el indefenso aspecto de un feto anciano.
- Trato de ayudarle, ¿se encuentra bien?. Carlos quedó paralizado en medio de su intento.
- Perfectamente, perfectamente. Aléjese, por favor
Tengo que mirar, tengo que ver
La escena era una cámara lenta perfecta, un hombre estupefacto que se retiraba desde el centro, a la vez que un bulto de pijama raído se transfiguraba desde su cama en la imagen de la felicidad. A los ojos de Enrique, la metamorfosis generaba angustia, por lo doloroso, y envidia por la sensación de renacimiento que transmitía. Superada la hipnosis del momento, comenzó a captar los detalles: Carlos parecía husmear desde detrás de la venda, que se había tornado traslúcida, dejando adivinar unas pupilas extrañas, grandes y pequeñas, quietas o veloces, definitivamente imposibles. De su boca salía regularmente un sonido elemental, como la simulación de las voces de los dinosaurios que se ven en las películas, y que se acompañaba de alguna frase difícilmente articulada Los colores, joder, están todos!... A mi edad, un hada Este huele a selva Mmmm, sabor, también sabor Más despacio, no me da tiempo Dios, me va a estallar el alma!...
Tras cinco minutos de áspero y cacofónico monólogo, Carlos se levantó de la cama, irradiando una fuerza impensable minutos antes, y exigió material de pintura:
- Rápido, necesito mis cosas: Caballete
paleta
oleos
lienzos, todos los que pueda. Ah! Se me escapan. ¿Quiere darse prisa?, se me están escapando. No se quede ahí parado, coño!.
Enrique dudó unos segundos. Demasiadas preguntas y una única conclusión posible: aquel hombre se había vuelto completamente loco. La razón, si es que la había, debía preguntársela a Laura. Salió de la habitación, mientras Carlos, arrodillado en la cama, dibujaba trazos imaginarios con las manos, arcos y puntos, melodías y danzas que se perdían en el espacio vacío de una habitación de hospital. La coreografía de brazos permitía imaginar a la perfección una bicicleta circense y su repertorio de piruetas. Mientras tanto, reía, no paraba de reir.