Ya fuera de la habitación, Enrique, aún estremecido con la crudeza del espectáculo, intentó calmarse. A pesar de que la profesión curte, uno nunca se acostumbra a según qué cosas. Pero también es cierto que la experiencia ayuda, y bastaron dos minutos y la puerta cerrada de un cuarto, para que el drama que encerraba la fría habitación de hospital quedase en un segundo plano. El doctor, nuevamente insensible, respiró aliviado y empezó a recomponer en su cabeza los elementos del puzzle que se estaba gestando a su alrededor desde que Laura volvió a aparecer en su vida.
Enrique tenía claro que Carlos se había vuelto loco, no era para menos. Suponía que Laura, si no le había mentido, se había limitado a adelantarse al anuncio de una evidencia que él no se había atrevido a confesar. Imaginaba también que, practica habitual en ella, se habría justificado explicándole al pobre accidentado una dolorosa obviedad, que la desgracia que le había jodido la vida de forma irreversible era simple fruto del azar. Lo que espoleaba su curiosidad era el gesto altivo y satisfecho de esa mala mujer cuando abandonó la habitación. La mirada casi imperceptible que le dedicó en su salida fue, cuanto menos, enigmática. Los años de convivencia con una mujer retorcida cuya mayor satisfacción en los últimos años de relación había sido el insano ejercicio de poner cualquier situación en su contra, le habían puesto en guardia. ¿ocurrió algo más en esa habitación? ¿acaso le había dicho algo a ese infeliz que le pudiese perjudicar a él? ¿quizás por eso el pobre ex-pintor había rechazado su solicita ayuda con tanta violencia, excesiva incluso para un loco en estado de shock? Lamentando no haber cogido ese vuelo fantasma que le alejase de sus pesadillas, corrió en busca de Laura con la intención de disipar sus dudas.
Salió del ascensor del garaje corriendo, sofocado, mirando nervioso a su alrededor, oteando entre tanto coche en busca de algo reconocible. Tras doblar una columna tuvo el tiempo justo de ver la trasera del coche de Laura subiendo por la rampa de salida. La línea de la planta superior se tragó abruptamente el BMW que él le comprara años antes, el único regalo que ella, mujer más práctica que orgullosa, conservaba aún. Quizás era una sensación, porque todo ocurría tan deprisa que uno no se para a analizar esos pálpitos, pero tuvo la impresión de que el coche iba demasiado rápido, como muy decidido. No podía permitir que la persecución acabará en el oscuro garaje, y con la misma insensata rapidez con que se estaba desarrollando todo, siguió corriendo hacia su propio coche aparcado en esa misma planta. Mientras lo arrancaba deseó que el avispado guardia del parking fuese fiel a su habitual inoperancia y frenase la carrera del coche sospechoso.
Esta vez Murphy benevolente no aplicó su ley implacable, y el renuente operario aplicó la dosis de torpeza suficiente para que Enrique viese desaparecer el deportivo negro por la primera calle a la derecha. Él no era policía, y además nunca había seguido a escondidas a su mujer, ni siquiera en los duros días en que las sospechas le tenían consumido, pero no parecía difícil mantener una distancia prudencial y acelerar de vez en cuando hasta el siguiente cruce, o el próximo semáforo en rojo. Él, ávido consumidor de películas policiacas, se vio en el papel del típico inspector, y esa imagen le hizo sonreír Ya puedes correr, que no escaparás dijo en voz alta con un tono cómicamente interesante. El recorrido no resultaba excesivamente complicado, y el tráfico era fluido. Aún así la persecución requería concentración y eso no permitió a Enrique asociar el paseo con una ruta identificable que le ayudase a relajar la guardia. Así que cuando vio cómo Laura aparcaba elegantemente en un hueco a la medida del elegante vehículo, tardó unos segundos en darse cuenta de hacia donde le estaban llevando sus últimas decisiones. Frunció el ceño disgustado. ¡Mierda!.